La canción parecía poseída. Parecía poseerme. Un inicio que se dilata hasta llegar al primer punto de giro que se le pueda conocer. Una poesía maldita, palabras raras que eligen clavarse en mi cerebelo para expandirse cual virus de perfecta genética del mal. Mi sonrisa parece el mal. Nota a nota, acorde a acorde, palabra tras palabra; una sucesión de raros sentimientos afloran para instalarse en mi persona.
Siento culpa por un breve instante, hasta que no existe más. Elaboro intrincadas teorías que solo dan crédito a la fama de perdedor que me autoimpuse, la que tardé en años en hacerle creer a la gente. Me río solo, frente a toda la población de un 96 que me mira. O no.
Miro la ventana. Saboreo con mis oídos la melodía, que se limita a ser un mero acompañamiento, no solo de la poesía que la rodea, sino de mi. Como si empezara a purgar los males, las desdichas, la malaria, la crudeza de mi ser.
Y mientras me dejo llevar por la senda que llega al oeste, no puedo dejar de pensar que, después de mucho tiempo, me siento bien.
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