De conejos y hombres
Quería escribir un compendio sobre lo que me está pasando, pero tuve que empezar a escribir este principio dos o tres veces. Era debe ser una de las razones por la cual no estoy escribiendo a mano: puedo deshacerme de frases enteras con sólo marcarlas y escribir sobre ellas sin tenés que ver palabras tachadas en una hoja.
Pasa que uno nunca está cuidando departamentos que quedan en la calle Suipacha y ellas nunca están en París. Y, sin que uno se lo proponga, empieza a vomitar conejitos a lo loco. Sin embargo, jamás siento una pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Mis conejos me duelen. Me generan un vacío que término llenando con comida y litros de alcohol hasta que sólo queda algo parecido a la náusea.
Ese vacío no es más que la introducción al ritual donde termino conmigo echándome la culpa de todo, hasta de lo que no debería hacerme cargo. Me cago a trompadas a mi mismo porque nunca tuve los huevos para cagar a trompadas a quienes quizás se lo merecían en su momento. Porque hay que hacerse responsable de los actos de uno en vez de anotarlos, mezclarlos en una bolsa y tirarlos a la marchanta.
Siempre termino atrapado en ese papel pedorro que continúa aunque no quiera. Como esa vez que alguien me dijo "Yo sé que tendría que salir con alguien como vos, pero no me sale". Pelotudeces de ese tipo son las que hacen que ya ni quiera calentarme. Pelotudeces como ser el favorito de una madre, que espera que su hija termine con alguien como él (cuando no con él).
Como no puedo controlarlo y termino psicoanalizándome ante la nada, sabiendo que quién debería leer esto no va a hacerlo y que las palabras van a llegar a todos los ojos equivocados. Me sale mucho más barato que una terapia y me ahorro el consejo profesional que, seguramente, no voy a seguir.
Todo porque no puedo hacerme cargo y me jacto de que tengo que escaparme. Pero después de 400 kms, la almohada en la que tengo apoyada la cabeza suena como me gustaría que suene la almohada de mi cama todas las noches (después de la ironía que significó cambiar la que ya no va estar por la que probablemente no vaya a estar nunca).
Y sí bien a veces acaricio la imagen en la que hay gente recogiendo doce conejos salpicados sobre los adoquines al lado del cuerpo que convendría llevarse antes que lleguen los primeros colegiales, la verdad no me preocupo tanto.
Después de todo, es verdad que ella no está en París y yo no le habito Suipacha.
Pasa que uno nunca está cuidando departamentos que quedan en la calle Suipacha y ellas nunca están en París. Y, sin que uno se lo proponga, empieza a vomitar conejitos a lo loco. Sin embargo, jamás siento una pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Mis conejos me duelen. Me generan un vacío que término llenando con comida y litros de alcohol hasta que sólo queda algo parecido a la náusea.
Ese vacío no es más que la introducción al ritual donde termino conmigo echándome la culpa de todo, hasta de lo que no debería hacerme cargo. Me cago a trompadas a mi mismo porque nunca tuve los huevos para cagar a trompadas a quienes quizás se lo merecían en su momento. Porque hay que hacerse responsable de los actos de uno en vez de anotarlos, mezclarlos en una bolsa y tirarlos a la marchanta.
Siempre termino atrapado en ese papel pedorro que continúa aunque no quiera. Como esa vez que alguien me dijo "Yo sé que tendría que salir con alguien como vos, pero no me sale". Pelotudeces de ese tipo son las que hacen que ya ni quiera calentarme. Pelotudeces como ser el favorito de una madre, que espera que su hija termine con alguien como él (cuando no con él).
Como no puedo controlarlo y termino psicoanalizándome ante la nada, sabiendo que quién debería leer esto no va a hacerlo y que las palabras van a llegar a todos los ojos equivocados. Me sale mucho más barato que una terapia y me ahorro el consejo profesional que, seguramente, no voy a seguir.
Todo porque no puedo hacerme cargo y me jacto de que tengo que escaparme. Pero después de 400 kms, la almohada en la que tengo apoyada la cabeza suena como me gustaría que suene la almohada de mi cama todas las noches (después de la ironía que significó cambiar la que ya no va estar por la que probablemente no vaya a estar nunca).
Y sí bien a veces acaricio la imagen en la que hay gente recogiendo doce conejos salpicados sobre los adoquines al lado del cuerpo que convendría llevarse antes que lleguen los primeros colegiales, la verdad no me preocupo tanto.
Después de todo, es verdad que ella no está en París y yo no le habito Suipacha.
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