miércoles, 8 de diciembre de 2010

5:34 AM

No quedaba nadie en la fiesta. La música lenta de los '90 los había ahuyentado como en esas fiestas de 15 en donde empezaron a frecuentar hábitos nefastos que los perseguirían hasta estos días. Él romántico estaba en el balcón, fumando como nunca lo había hecho antes. Miraba el hueco en el que debía haber un patio interno que jamás se había terminado de construir (o donde había uno sepultado por el olvido, no lo sabe bien). El humo era tan negro como el tabaco del cigarrillo que inhalaba en ese momento. Había dejado de fumar hacía años, al menos eso creía. No se había dado cuenta que era uno de los pocos asistentes que quedaban en el departamento porque estaba escondido en ese balcón esperando que no lo moleste nadie. O al menos que el cínico no lo encuentre.

El romántico sabía. No era difícil pensar que su visión simplista de las cosas lo iba a ir arrinconando al desenlace inevitable que se venía gestando hacía semanas. El sabía que iba a tener que enfrentarlo, pero tenía una inusual habilidad para esconderse de sus problemas que lo hacían invisible. Le gustaba que fuese así, sentía que era el único poder que iba a poder salvarlo de lo inevitable. El romántico no era bueno para enfrentarse a lo inevitable. Sabía que el cínico tampoco lo era, pero también sabía que solo actuaba cuando era necesario. Como si se moviera para completar pequeños objetivos que se planteaba y luego se apagase al haberlos cumplido.

Cuando la puerta se abrió, el romántico no se dio vuelta en ningún momento. Tampoco habló; el cínico era un ser que no hablaba a menos que fuera necesario y no valía la pena intentar detenerlo. El cínico iba a completar su objetivo y no iba a poder convencerlo de lo contrario (no creer en el otro es una ventaja del cinismo). La mano del romántico parecía temblar, tanto cuando sacó un cigarrillo del paquete y lo puso en su boca como cuando sacó el encendedor del bolsillo de la camisa. No así pasó cuando la mano del cínico se entendió hasta empujar al romántico por el balcón. Su pulso era firme y decidido. Pasaron apenas unas centésimas de segundo para que el cuerpo cayera y se tornara en cadáver.

El cínico tomó un cigarrillo del paquete que había caído al suelo. Lo apoyó en su boca. Lo fumó hasta que solo era un filtro y lo arrojó por el balcón, cerca de la tierra apilada, pero bastante lejos del cuerpo de su víctima.

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