sábado, 16 de abril de 2011

El sutil encanto de viajar en un tren que está anunciado para las 23:45 y, siendo las 23:40, aún no llegó

Es sentarse una y otra vez en el mismo piso que habrán pisado cientas de personas en la última hora. Mi pantalón es elegantemente percudido por los rastros de las zapatillas o zapatos de pasajeros presentes o pasados. Toda una pesadilla para la madre moderna que cría a sus hijos de manera asceptica (tal como las publicidades les han enseñado).
Parecería que están arreglando un trayecto de las vías. Eso explicaría porque hay tanta gente a esta hora, donde no suele ni debería haber. También deben haber eliminado algún servicio. El pantalón se limpia enseguida, el hedor de cientas de personas viajando en un mismo espacio no.
Viajar sentado acá no es molestia. Simplemente hay que tener en cuenta la parte del trayecto donde los andenes se convierten en islas y la gente pretenda salir por el lugar que estoy ocupando ahora.
Liniers es el problema, a toda hora. Por cada persona que se baja, suben dos. El karma de vivir al borde lo llaman. Si esto transncurriera a la tarde, debería nadar entre un mar de gente y esperar poder cruzar la puerta una vez llegada mi estación. No es el caso ahora. No bajan cientas de personas ni suben otras miles: la única mujer que baja es trocada por otras cuatro. Mi cálculo de estadísticas ha cambiado.
Igual ya estoy de pié y seguiré acá por escasos minutos.
Llegar a casa es un pequeño trámite donde el tren actúa como una burocracia poco intrincada. Más o menos tarda en logra mi cometido, pero eventualmente llega.

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